Mientras escribo esta entrada en mi blog tomándome un café, mi compañía de telefonía móvil (no especificaré el nombre) puede ubicar casi perfectamente el lugar desde el que escribo. Visa puede constatar que he consumido mucha cafeína, quizás para mitigar los efectos del vino español Ribera del Duero que compré anoche, justo a tiempo para ver cierto programa televisivo (como seguramente sabrá Canal Plus). Cámaras de seguridad capturan imágenes mías, precisando las horas, en las cercanías de los bancos y las tiendas. Y eso sin mencionar mis consultas en Internet, que ya son materia de registro para docenas de editores y anunciantes en línea.
A finales del siglo pasado, para obtener ese mismo nivel de información, la temida Stasi tenía que enrolar a cientos de personas como espías. Hoy en día somos nuestros propios espías y minuto a minuto actualizamos la información. Estos fragmentos de información resultan casi insignificantes por separado, pero unidos exponen nuestros gustos, huellas y hábitos de trabajo. Si le envías a un amigo un pequeño mensaje con un emoticono, este gesto corre al instante, junto con otros miles de millones más, a través de cables de fibra óptica. Sube a un satélite, baja y se deposita en un servidor antes de que te hayas guardado el teléfono en el bolsillo. Sin embargo llegar a reunir un puzzle completo de la persona requiere tiempo, esfuerzo y profesionales. La mayor parte de esa información se llama "ruido" y no sirve. Para pasar de datos o información no estructurada a información útil se require la participación de los analistas.
Un estudio de la Universida Carnegie Mellon demostró que simplemente revelando el género, fecha de nacimiento y código postal podría identificarse por su nombre al 87% de la población de Estados Unidos. Es un mundo ideal para el marketing y la mercadotecnia que poco a poco va perfeccionándose para sacar provecho de este enorme caudal de información disponible. Es algo estremecedor, pero no es futuro, sino presente.
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