Mucho se ha debatido en los
últimos años de la tan terrible crisis económica, una tormenta, casi perfecta,
de la que nadie ha quedado a salvo. Varios factores han tenido que confluir
para desembocar finalmente en tan fatídico suceso. El problema de España no es
sólo un problema económico, sino también político. Y esto es algo que en Europa lo sabe hasta el gato de Baker Street. Quizás por ello, cabal y razonablemente, los
mercados no se fían de un país con tantos puntos ciegos. Pero a todo esto se ha
unido el hecho de que los ciudadanos han alcanzado la mayoría de edad
y ya no se contentan con ser guiados y obedecer ciegamente. El mayor acceso a
la información, a pesar de todo el caudal de desinformación que continuamente
entra en nuestros hogares por la pantalla del televisor y por la prensa, ha hecho que el
ciudadano de a pie comience a cuestionarse algunos planteamientos heredados en
lo social, pero también en lo político.
Esta crisis ha puesto de
manifiesto, en primer lugar, la falta de mecanismos de control de nuestra joven
democracia nacida gracias a una transición que costó sangre, sudor y lágrimas. En lo económico, el Banco Central de España, no vio o no quiso ver
(seguramente por intereses políticos) la situación desesperada de muchos de
nuestras entidades bancarias. En el ámbito político pudimos contemplar
perplejos como un presidente con una evidente falta de aptitud para el
desempeño de su misión se rodeaba de una caterva de ministros y ministras sin
la formación ni la experiencia necesaria para desempeñar su labor con
eficiencia. Todo ello consentido y permitido desde el seno de un partido
político que, como los otros, se niegan sistemáticamente a promover listas
abiertas para que sean los propios ciudadanos quienes elijan a sus líderes. En el
ámbito judicial las continuas contradicciones entre distintos tribunales
superiores han evidenciado la falta de independencia de un poder judicial que
ha sido fagocitado por el poder político.
En segundo lugar, debemos
mencionar la crisis sistémica de un modelo autonómico que, desde su origen, ha
servido a los nacionalismos de uno y otro signo para perpetuarse a base de
traspasos de competencias y que se ha vuelto insostenible por su derroche
económico pero también por su ineficacia. Hoy, un ciudadano catalán no paga los
mismos impuestos ni tiene las mismas garantías sociales que uno que viva en Extremadura,
por poner un ejemplo, violándose así uno de los principios más sagrados de la
constitución. Algún que otro general acertó en el diagnóstico pero se equivocó
en el tratamiento y por ello recibió el merecido castigo reservado a los que
osan cuestionar lo incuestionable.
Por último, y no por ello menos
importante, la crisis de valores que
afecta a todos los estratos y roles sociales. Por nuestros ojos han pasado
políticos con un interés más partidista que de servicio a la nación y que no dudan en engañar al ciudadano, funcionarios politizados y corruptos, sacerdotes y religiosos arrastrados por
los más innombrables pecados, veteranos y conocidos empresarios envueltos en
estafas piramidales, banqueros que tras dejar en quiebra sus entidades reciben
sueldos multimillonarios, trabajadores que se benefician del ERE de una empresa
sin ni tan siquiera haber trabajado en ella, miembros de la casa real envueltos en escándalos económicos y un largo etc. Todo ello se ha
larvado e incubado en una filosofía relativista del todo vale (no hay inocentes
ni culpables) y en un hedonismo exacerbado que se antepone a los principios más
básicos de honor y dignidad personal.
Todos estos factores se han
conjugado para provocar en el ciudadano un paulatino desencanto hacia todas y
cada una de las instituciones (algunas, como las FF.AA o la Guardia Civil en
menor medida), que forman el esqueleto mismo del Estado y la sociedad, la
pérdida de confianza en una clase política que no ha venido a servir a la polis
sino a ser servida por ella y, en definitiva, la perdida de fe en una clase dirigente que
frecuentemente no lo alcanza a ser por méritos propios o formación, sino por el
dedo amigo del César de turno.
Los hombres somos animales
racionales pero muchas veces no actuamos de forma racional. Y son los otros
animales no racionales, la propia naturaleza, la madre naturaleza, la que de
nuevo ha de enseñarnos la lección. La naturaleza nos enseña que un determinado
comportamiento puede ser perjudicial para un animal como individuo, pero
beneficioso para la manada o el grupo en el que vive. Por ejemplo, las abejas
melíferas se desentrañan a sí mismas cuando pican algún extraño cerca del nido.
Sacrifican, por tanto, su propia vida y ayudan al grupo al que pertenecen. De
forma similar, los córvidos suelen emitir gritos de aviso cuando se aproxima un
predador. Este comportamiento coloca en desventaja a los centinelas, pero el
resto del grupo resulta beneficiado. En el otro extremo se sitúan los “trotamundos
que van por libre”. Estos reciben los beneficios de las donaciones altruistas
sin tener que hacer donaciones ellos mismos. Los ciudadanos, seamos o no seamos
españoles, debemos aprender a ser más altruistas y menos egoístas y debemos
comenzar a valorar en su justa medida a aquellos que se sacrifican por los
demás como servidoras abejas o valientes córvidos. Unos pocos “trotamundos” egoístas
sólo serán posibles si hay muchos otros individuos altruistas. De lo contrario,
ni los unos ni los otros podrán sobrevivir.
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